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El parque de los sabios



Cada tarde, cuando el sol comenzaba a pintar de oro las hojas del parque, Alma llegaba con su cuaderno en mano. Tenía nueve años, ojos grandes como preguntas sin respuesta, y una mochila que parecía más pesada de lo que su cuerpo podía cargar. No por los libros, sino por el silencio que sus padres le habían dejado al irse.
Alma no hablaba mucho con otros niños. Prefería sentarse en el banco de madera cerca del lago, donde los ancianos del barrio se reunían a conversar. Al principio, solo escuchaba. Historias de juventud, guerras, amores perdidos, recetas de sopa, y risas que parecían venir de otro tiempo.
Un día, don Ernesto, con su bastón de roble y voz de trueno suave, le preguntó:
¿Y tú, pequeña, por qué vienes sola?
Alma bajó la mirada. No sabía cómo explicar el hueco que sentía. Pero don Ernesto no insistió. Solo le dijo:
A veces, el alma se llena más escuchando que hablando.
Desde entonces, Alma empezó a escribir lo que oía. Doña Clara le enseñó a tejer palabras como hilos de consuelo. Don Miguel le habló de cómo el dolor puede ser como una piedra en el zapato: molesta, pero no impide caminar si sabes dónde pisar.
Con el tiempo, Alma dejó de sentir que estaba sola. Cada historia que escuchaba era como una semilla que germinaba en su corazón. Aprendió que el abandono no define a una persona, pero la forma en que se enfrenta sí.



Una tarde, mientras el viento jugaba con su cabello, Alma escribió en su cuaderno:
Mis padres se fueron, pero encontré raíces en palabras ajenas. Y ahora, soy un árbol que no teme al invierno.
Desde entonces, el banco de los sabios no fue solo un lugar en el parque. Fue su hogar.
Una tarde de otoño, cuando las hojas crujían bajo sus zapatillas y el viento olía a despedida, Alma llegó al parque con el corazón más pesado de lo habitual. Don Ernesto no estaba. Tampoco doña Clara ni don Miguel. El banco de los sabios estaba vacío.
Se sentó sola, mirando el lago, cuando escuchó una voz suave a su lado:
¿También te gusta escuchar el silencio?
Era un niño de su edad, con una bufanda azul y una sonrisa tímida. Se llamaba Simón. No llevaba cuaderno, pero sí una caja de lápices de colores. Dibujaba árboles con raíces largas y ramas que tocaban el cielo.
Yo dibujo lo que no puedo decir —le confesó—. A veces, los colores entienden mejor que las palabras.
Desde ese día, Alma y Simón se encontraron cada tarde. Ella escribía, él dibujaba. A veces hablaban, otras veces no. Pero en ese silencio compartido, Alma sintió algo nuevo: compañía y ternura.





Simón no le preguntó por sus padres. No necesitaba saber. Solo le ofrecía su presencia, su risa, y sus dibujos llenos de esperanza. Un día, le regaló uno: un árbol enorme, con un banco debajo y dos niños sentados. En el tronco, había escrito:
"Las raíces no siempre se ven, pero sostienen todo lo que somos."
Alma lo guardó en su cuaderno, entre las historias de los ancianos y sus propias palabras. Y por primera vez, entendió que el dolor no desaparece… pero se vuelve más liviano cuando alguien lo comparte.
A veces, llega alguien y toca tu alma no tiene cuerpo, pero sí presencia y sientes que nace un puro amor.


Un abrazo enorme y besos, de esos que no se ven pero se sienten 
Hasta mañana, que descansen con sueños suaves y luz en el corazón.

Disculpen que sea tan largo el cuento, hace 5 días que no tengo Internet ni Cable, me quise cambiar de empresa pero en mi barrio no pasa otra.
Estaba aburrida y escribía, les dejo un pedacito de mi en este cuento real, con un poco de ficción.
No se cuando se va arreglar este problema con Internet, ni ellos saben, uno llama y lo atiende una maquina que no te da soluciones ni información.



Escuchemos y amemos a nuestros mayores, ellos son fuente de sabiduría. 



 







 

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